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El diálogo

Publicado por Fernando Oliván en junio 18, 2020junio 18, 2020

"El gran teatro del mundo"

El diálogo

Vivimos bajo la tiranía de los términos y las definiciones. Acostumbrados a hablar de teatro, novela o poesía, hemos terminado encerrando el arte de escribir en una serie de géneros casi sin escapatoria. A lo sumos nos atrevemos a proponer géneros mixtos, atribuyéndolos a la libertad estilística de algunos autores.

Caigo en esto pensando en esa estructura dialogal que define el teatro. Reconozco mi ignorancia sobre otras culturas, lo que me lleva a ignorar la estructura lingüística -el texto- en esas otras formas de la escena. Pienso en el teatro balinés o la ópera china, pero mi cultura occidental me lleva a vincular el modo teatro greco-romano con lo que, en términos genéricos, denominamos “la política”. Teatro y polis no solo nacen juntos -esa tesis ya la expuse en alguno de mis libros- sino que funcionan bajo una misma lógica, lo que convierte a política y teatro en hermanos gemelos. El teatro, el diálogo, nos volvió democráticos.

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¿Qué es lo que me interesa del teatro? Me interesa su lenguaje, de ahí mi atención sobre la mecánica de los diálogos, verdadera sustancia material sobre la que se construye la escena mediterránea.

El diálogo, de ahí el éxito de la forma teatral, ha resultado durante siglos uno de los instrumentos más eficaces para la producción de sentido. Hoy, es cierto, queda confinado a ese solo género y, sin embargo, su eficacia trasciende las formas meramente literarias y es capaz de estimular el intelecto como pocas mecánicas del pensamiento. Platón, atribuyéndoselo a Sócrates, hizo de él el modo de comunicación científico-filosófico más poderoso a lo largo de más de mil años. Lo usaron los autores grecorromanos, pero también se mantuvo en la modernidad, al menos, hasta la nueva tiranía de la ciencia.

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Sobre el teatro se construye el milagro griego, o lo que es lo mismo, el germen de todo lo que consideramos occidente. Frente al pensamiento único, el teatro propone la división del logos (dia-logos), una cesura que viene a romper el bloque monolítico del diktat de la doxa monoteísta. Frente a la palabra divina, ese monologo unidireccional consumado en la Ley, el diálogo irrumpe en la escena rompiendo la monotonía de ese hablante padre, que reclama, además, ser el dios único. 

Con el teatro el discurso se fracciona y junto a una idea se levanta otra, enunciada como igualmente verdadera. Al lado de mi yo surge el tú que es a su vez otro yo en sí mismo. Un yo, esa es su sustancia democrática, repleto de la misma hambre de dignidad y reconocimiento. Es decir, frente al patriarcado del macho se proyecta el espacio de la ciudadanía.

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El mundo de Elhoim, patriarcal, monoteísta e iconoclasta se ve, de pronto, sacudido por el mundo de Dionisos, multiforme, imaginativo e irreverente, donde la palabra se cuartea entre actores y personajes, cada uno con su máscara, su nombre, su identidad autónoma. Un mundo sensual y promiscuo, pero justamente por eso creativo y lleno de vida. Es decir, el debate de ideas. 

La lengua griega construyó ahí un término que, luego, el cristianismo y su carga mosaica se dedicó a denigrar como el enemigo por antonomasia: me refiero al Diablo. La palabra lo dice todo: “dia-bolom”. Frente a su antónimo, el “simbolom”, es decir, esa bandera que nos une cargándonos de cadenas, se construye la imagen negativa del diablo. Un ser travieso y enervante que viene a dividir, a hacer distingos, a aportar nuevas y controvertidas hipótesis, con el único propósito de romper nuestras seguridades. En definitiva, con el diablo se enciende la lucecita de la razón.

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De esta manera, en ese inmenso milagro griego, junto al teatro y la ciudad nace también la reflexión filosófica. Nace así un saber racional que, apoyado en la duda, nos obliga a cambiar continuamente el ángulo desde el que contemplamos las cosas, ese in-vertir la perspectiva, o sea, ese “in-vestigar”, que define el acto científico. Acto opuesto a esa monolítica sabiduría que, enunciada desde la sacralidad de algún Libro, trata de imponerse a sangre y fuego como única ortodoxia.

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El diálogo satura lo mejor de la imaginación de Occidente -no son, para mí, occidentales todos aquellos que se adscriben a la idea de un “El Libro”-, de “El Crátilo” a las obras de Brecht, lo mismo en la solemnidad de la tragedia que en la ironía diabólica de la buena comedia. Si el cristianismo tiene algo de occidental procede justamente de esa estructura dialogal que aún subsiste en algunas estancias de su Testamento. Aldo Schiavone, en un reciente trabajo –“Poncio Pilato”-, adivina ahí, en ese magistral diálogo entre el procurador romano y el preso galileo, toda la esencia de la doctrina de Cristo. Una escena sobradamente teatral sobre la que, tres o cuatro siglos más tarde, se levantará el extraño dogma trinitario: en definitiva, la imperiosa urgencia de fraccionar el monólogo mosaico.

Ahora, sin embargo, me quedo mejor con otro libro, leído también en estos días de confinamiento: “El sobrino de Rameau”. Lo recomiendo. ¡Qué diálogo! De una tirada, casi sin aliento, Diderot nos trascribe toda una extensa conversación con el joven sobrino del gran músico. ¡Qué derroche de ingenio!, entre uno y otro, destripan sin miramientos una sociedad que pudiera ser todavía la nuestra. Os animo a leerlo. Mutatis mutandi reconoceréis ahí a más de uno de la piel de cabra del espacio hispano. ¿O era de toro? No me acuerdo.

El sobrino de Rameau, libro, Denis Diderot, recomendación literaria,
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Etiquetas: diálogoDionisioEl diabloel gran teatro del mundoteatro

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